EL COLEGIO DENTRO DEL HOSPITAL

Para ellos, aprender es una necesidad tan importante como sobrevivir. Para sus maestros, hacer de sus aulas un oasis de normalidad es prioritario. Juntos ganan cada día la partida a la desesperanza.




A primera hora de la mañana, Candela ya está sentada en su silla del aula del hospital de La Paz. Lápiz en mano, resuelve unos ejercicios de Lengua junto a Sergio Peña, profesor de Primaria. En la mesa de al lado, sentados en sillas bajitas y verdes, otros profesores nos cuentan la historia de las aulas hospitalarias. Se tiene la primera noticia de ellas durante la Segunda Guerra Mundial, aunque en nuestro país solo se encuentran algunas experiencias aisladas en los años 60, promovidas por órdenes religiosas ante la epidemia de poliomielitis que padeció la población infantil. También hubo otros hitos importantes, como la apertura en 1974 del Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo que, entendiendo que sus pacientes pasarían allí larguísimas temporadas, incorporó profesores y una biblioteca. Estas semillas, contadas y dispersas, comenzaron a proliferar en los años 80, debido, en buena medida, a sucesos como el tristemente célebre "síndrome tóxico" de la colza, que afectó a más de 20.000 personas, entre ellas miles de menores. Poco a poco, se fue extendiendo su filosofía y se sentaron sus bases legales y sus objetivos. Actualmente, hay 112 aulas repartidas por los hospitales de toda la geografía española por las que, durante el curso pasado, pasaron alrededor de 60.000 alumnos. En Madrid hay 12 como esta de La Paz, donde el curso 2016-2017 asistieron a clase cerca de 7.000 niños, el equivalente aproximado a 10 colegios.
Las aulas hospitalarias no son ludotecas (aunque aquí se juega y mucho). Lo que se ofrece es una educación reglada, impartida por profesores titulados, que cubre todos los niveles, desde infantil hasta Bachillerato, semejante a la que cada alumno recibiría en su propio colegio. “El objetivo es asegurar la continuidad de su aprendizaje, evitar que pierdan el ritmo y que, llegado el momento, puedan reincorporarse a su clase en su colegio”, explica Concepción Rodríguez de Cossio, responsable de las Aulas Hospitalarias del Hospital Materno Infantil del 12 de Octubre, de La Paz y del Ramón y Cajal, quien nos recuerda que las aulas también tienen una segunda función: favorecer esa parte social y afectiva, que evita la angustia y el aislamiento.
Poco a poco van llegando alumnos al aula de la unidad de Hematooncología y Trasplantes del 12 de Octubre: Ismael, Mario, Héctor, Alicia (que llega rodando, subida en su porta-suero como si fuera un monopatín) y el guirigay va subiendo de volumen.
“Los niños son niños, aunque estén enfermos –dice Eduardo Velay, profesor de Secundaria, señalando a Alicia–. Por eso este es un espacio donde cumplimos con su derecho a la educación, pero también donde hacen amigos, se divierten y desconectan de la realidad tan dura que viven. El hospital se queda fuera, de la puerta hacia adentro está la infancia tal y como deberían poder vivirla”.

"Cuando miro a Zaid no veo a un niño enfermo, sino a un alumno"
  • Este año, Zair ha empezado el curso asistiendo a clase en su propia casa. El aula es una habitación soleada, con una mesa sencilla y pulcra. beatriz Candeira, su profesora, llega puntual a las nueve de la mañana. Pertenece al Servicio de Apoyo Educativo Domiciliario de la Comunidad de Madrid, que ofrece educación a los pacientes que ya no requieren estar hospitalizados pero que todavía no pueden volver al colegio. Zaid tiene 10 años y a finales de agosto recibió un trasplante de médula. “Yo le miro y veo a Zaid, un niño trabajador y con ganas de aprender, no a un niño enfermo. Si no existiera esta opción, muchos niños perderían el curso. le falta esa parte del aprendizaje social, pero por lo demás, educativamente, todo son ventajas: esto es una clase particular, sabes lo que se le da mejor y lo que le cuesta más”. Cuando termine las clases, beatriz tiene reunión en el colegio de Zaid. Desde allí le han remitido un informe sobre el alumno, junto con los objetivos y contenidos de cada asignatura. “Yo, por mi parte, les voy remitiendo los controles y trabajos”. Zaid de mayor quiere ser médico.

A veces en la cama, a veces robótica

Hay días en que la clase está llena, otros no tanto. Si los niños no se encuentran bien, se quedan en la cama y los profesores van a las habitaciones. El horario de las clases, que abarca toda la mañana y reserva las tardes para “extraescolares” en forma de talleres de lo más diverso (magia, música, manualidades, robótica…), sirve también para dar un respiro a los adultos que acompañan a los niños. Porque el diagnóstico irrumpe inesperadamente en la vida familiar y de sus efectos colaterales no se libra nadie.
“Los padres tienen ese margen para salir a despejarse o atender sus asuntos. Para ellos también es muy duro, llegan cuando ingresa el niño y se van cuando les dan el alta, algunos pasan aquí meses y hasta años”, señala Rodríguez de Cossio.
Durante la clase, Miguel Ángel, el padre de Candela, aprovecha para ir a dar un paseo y tomarse un café. Su hija tiene nueve años, y hace uno y medio que le diagnosticaron un osteosarcoma, un cáncer de huesos que tiene localizado en la rodilla izquierda. Ha pasado ya por quimioterapia y cirugía, le han quitado la parte del hueso afectada y ahora lleva una prótesis. Cuando parecía que lo había superado, el cáncer volvió a resurgir. “Esto tira de ti para abajo. Te rompe la vida”, explica Miguel Ángel.
Al principio, compaginaba su trabajo en la hostelería con el acompañamiento de su hija; sus jornadas empezaban a las siete y terminaban muchos días a las cuatro de la madrugada. “El cuerpo tiene un límite, intentas abarcarlo todo pero no puedes y hay que prioriza”. Cuenta que Candela siempre ha sido una niña cariñosa, pero tímida y que con la enfermedad se ha cerrado más todavía. “Nos ha sorprendido a todos con su coraje y su valentía, pero tiene mucha ira. Está enfadada con el mundo”.

"Celebramos que la curación es posible con una fiesta"
  • En Albacete, cada mes de febrero, los Guachis levantan el telón. Son los pacientes de Oncohematología Pediátrica, que celebran con un gran musical el Día Internacional del niño con Cáncer. Un espectáculo cuyas entradas “se agotan más rápido que las de Dani Martín”, dice Ana Martínez Soto, coordinadora y guionista del evento. Ella imparte a diario las clases en este hospital y, además, es la guionista de las funciones. El elenco de 200 artistas incluye a niños, familiares, profesionales del hospital y voluntarios. “Los niños cantan y bailan junto a la oncóloga, el pediatra o el cirujano; pacientes en tratamiento participan junto a adultos que sufrieron cáncer infantil y que, con su presencia, aportan un mensaje de esperanza. Es importante que todos se quiten el pijama y ver a enfermos y médicos igualados. Se rompe esa imagen hospitalaria que impone tanto: hoy, lo peor de la enfermedad es el miedo. Por eso la participación de antiguos pacientes significa muchísimo, sobre todo para los padres. Es como celebrar que la curación es posible con una fiesta”.

A veces en la cama, a veces robótica

Defender la alegría

Los docentes tienen que saber gestionar el impacto emocional de la enfermedad. Para ejercer aquí hay que tener unos mimbres especiales.
“Este trabajo requiere flexibilidad para adaptarte a las circunstancias. Hay veces que te encuentras a los niños anímicamente muy bajos e intentas hacer cosas que les puedan levantar el humor”, explica Beatriz Candeira, profesora del Servicio de Apoyo Educativo Domiciliario de Madrid.
A 250 kilómetros, en el Hospital General Universitario de Albacete, Ana Martínez Soto es una veterana que lleva impartiendo clases en esta escuela hospitalaria desde sus orígenes, hace 20 años.
Aquí se ocupa de las clases, en el aula o a domicilio, de niños desde tres a 16 años. En estas dos décadas, ha comprobado que los que peor lo suelen pasar son los adolescentes. “Es la etapa más difícil. Quieren saberlo todo: cuánto va a durar, qué va a pasar... Y les afecta mucho el tema de los cambios físicos.
Normalmente, tienen que dejar de hacer deporte que para ellos es muy importante y también ven muy limitadas sus relaciones sociales. Y luego, claro, el miedo, que siempre está ahí. Por eso muchos de los que estamos aquí tenemos estudios adicionales de Piscología o de Pedagogía”.
Ana Martínez Soto es, además de maestra, coordinadora e impulsora de una iniciativa que acaba de recibir el segundo premio Hospital Optimista, que reconoce los proyectos pediátricos que contribuyen a la humanización en el ámbito hospitalario.
La gran idea de Ana es un musical donde los pacientes cantan y bailan junto a a la oncóloga, el pediatra o el cirujano, además de pacientes que ya se han curado. “Un año tuvimos un niño trasplantado que no podía venir a los ensayos y mandaba a su hermana para que se aprendiera su papel. Luego se lo enseñaba en casa para que él pudiera incorporarse después”, cuenta Ana Martínez Soto.


"Estas aulas son para ellos como un oasis de normalidad"
  • Eduardo llegó a estas aulas pensando que sería algo temporal y ya lleva 15 años. “Mi filosofía es normalizar la vida de los niños, que para ellos esta aula sea un oasis, un paréntesis de lo que supone su enfermedad. Aquí los chavales tienen mucha motivación y, como somos un grupo pequeño, se pueden hacer cosas educativas muy chulas”. En esta clase las puertas están abiertas (literalmente) de par en par. Entra y sale gente continuamente, vienen alumnos que a primera hora se encontraban mal y ahora se incorporan, otros se van a su habitación, pasa un enfermero a revisar una máquina que pita… Alicia, que tiene seis años, hace caligrafía y, aunque una mascarilla le cubre la nariz y la boca, sonríe con los ojos. Mientras, Mario, que ha empezado 1º de la ESO, le da al inglés e Ismael, de ocho, repasa ciencias. “Se aprende mucho de esta mezcla. Un chaval de 16 se hace colega de uno de ocho o juega con uno de tres. Esa relación intergeneracional aporta y enriquece mucho”, dice Eduardo.
Sobre si hay que tener algunas cualidades extra para ser profesor en estas aulas, Eduardo Velay lo tiene claro: “Empatía por un tubo. Aquí todo el equipo tiene una carga emocional extra. Es imposible blindarse para las malas noticias, nunca haces callo.
Hay momentos duros, pero tratamos de convertir esto en un espacio de optimismo y alegría. A veces armamos tanto jaleo que las enfermeras se asoman a ver a qué vienen tantas risas; y si el médico viene a pasar consulta y ve que están concentrados o divirtiéndose, prefiere irse y volver más tarde”. Al fin y al cabo, cuidar los aspectos psicológicos, sociales y pedagógicos reduce el estrés emocional y hace que los niños toleren mejor los tratamientos.
Ismael tiene ocho años y lleva entrando y saliendo del hospital desde que nació. Sufre neurofibromatosis, una enfermedad genética que le provoca tumores por todo el sistema nervioso. Desde hace dos años, pelea contra uno instalado en el nervio óptico que podría dejarle ciego. Ismael es muy parlanchín. Tiene claro que lo primero que hará cuando salga será ir a casa de su abuela Yoli a zamparse un plato de lentejas y que de mayor quiere ser arquitecto, pero no uno normal y aburrido, sino uno de montañas rusas. No hay nada que le guste más que una montaña rusa, salvo, tal vez, los tiburones. Por eso, las que él construya tendrán muchas curvas y acabarán en una gran piscina llena de escualos.
Una experiencia solo para los muy valientes, como él. “Aquí los niños aprenden rápido y bien –cuenta Eduardo–, porque es fácil contagiar el entusiasmo por cualquier asignatura en esta relación de uno a uno entre profesor y alumno. A nosotros nos toca dar todas las materias de todos los niveles, así que también tenemos que estudiar.
Y además porque ellos nos enseñan mucho: con las aplicaciones y programas informáticos, por ejemplo, nos dan mil vueltas Y luego, humanamente te cambia todo, revisas conceptos y prioridades, tomas perspectiva de dónde está lo importante, la escala de valores se recoloca”. Y esas, aunque no entren en el examen, son las lecciones más valiosas.

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